Dice Anise que sobrevivió porque estaba sana, hacía deporte y por la educación recibida en su familia, donde «uno no tiene derecho a quejarse». Yo añadiría que la voluntad de contar lo que pasó en Ravensbrük también tuvo algo que ver. Su compromiso, digo. Ese «hay que hacer algo» -dicho y hecho, en su caso- en cuanto los alemanes asomaron la jeta por Francia. Al menos esos barros trajeron el -maravilloso- lodo de su testimonio por escrito. El libro, bastante sintético, es una crónica de su experiencia bajo el yugo del Tercer Reich y destaca, a mi modo de ver, el tono de la narración. Estando donde estuvo y pasando lo que pasó (en Ravensbrük, campo de concentración mayoritariamente «femenino», estuvieron unas 153.000 almas) ella pone el foco de luz en los gestos de solidaridad, amistad y compañerismo entre las mujeres. La congelación de la sangre viene con el comentario sobre el seguimiento al proceso judicial posterior que realizaron «sólo dos o tres periodistas». «Aquello no le interesaba a nadie, ni en Alemania ni en Francia». Por eso precisamente hay que leer estas cosicas.
Recomendación: a gustosos de memoria histórica, IIGM, Shoah, Resistencia francesa e Historia de las Mujeres.