Probablemente no estéis al tanto pero en enero de 1864 la goleta Grafton naufragó en las Islas Auckland. Cinco hombres (un inglés, un noruego, un portugués, un estadounidense y un francés) tuvieron que apañárselas para sobrevivir en condiciones bastante chungas en un entorno al que el adjetivo «hostil» no hace justicia. Huracanes, nieve, musgo hasta en los sobacos, moscas azules como 747s. Veinte meses estuvieron allí comiendo focas. Que se dice pronto leyendo esto en un móvil con los pies secos y echando una cañita con aceitunas. Raynal era el francés. Un señor bastante espartanado en aventureo de la época (incluida búsqueda de oro en Australia), con conocimientos bricomaníacos de los que te salvan la vida (flipando me he quedado al leer cómo hizo jabón, mortero o ¡una fragua!), pero cuyo mayor mérito, en mi opinión, fue la convivencia que consiguió construir en el grupo. Les cayó en suerte el McGyver de la socialización. A los dos días ya había alicatado, con apoyo unánime, una Constitución que todos juraron cumplir (y cumplieron) y que incluía una cláusula para usar en caso de líder nepótico (ya he dicho que era francés). Sí era Raynal un hombre religioso, pero no tonto, así pues, oraba después de haberse metido sus palizas currando y cavilando. Todo ello tiene mucho que ver con que no se mataran entre ellos (Véase «Los náufragos del Batavia») y con la forma en que terminó la aventura. El prólogo de Alfredo Pastor es impecable y me lo he pasado cañón con esta historia, para qué disimular.
Recomendación: a gustosos de testimonios de supervivencia en naturaleza salvaje y curiosos de relaciones psico-sociales en situaciones de aislamiento extremas.
Foto cabecera: Hundimiento del Grafton. Ilustración de Alphonse de Neuville sobre boceto de Raynal. (Incluida en esta edición) .