
Imagino que el jurado del Nobel quería ensalzar la llamada «literatura del yo» con esta concesión pero yo solo sé que me he aburrido como hacía años. Saber de qué color era el vestido de florecillas estampado de la madre de Ernaux o si defecó en un descampado francés en 1952 son cuestiones que no me pueden importar menos, que me la traen al pairo en cantidades industriales, vamos. Respecto a la forma, mejor aprovechar las propias palabras de la autora: «Nunca conoceré el encanto de las metáforas, el júbilo del estilo». Ya, ya, no hace falta que lo jures. La forma ha muerto (apenas yace en cuatro párrafos contados del libro) aplastada por esa autoficción que nacía de una premisa muy interesante (un episodio de violencia entre sus padres un domingo cualquiera cuando ella tenía 12 años) que jamás antes había revelado a nadie. Luego mucho colegio católico, vergüenza por ser pobre y, lo dicho, aburrimiento de servidora a punta pala. Ya veremos si repetimos.
Recomendación: a gustosas de la literatura del yo soporífero.
Foto cabecera: Bruno Arbesú, vía jotdown.es


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