Clientes son amores, gente. Algunos recomiendan enfervorecidamente, cual turba, que diría el TSJN, y otros se plantan en la librería con el ejemplar en la mano. A veces la librera los lee, a veces no porque lleva mal autoimponerse lecturas pero en este caso el argumento pudo con ella y ya os adelanto que caerán más de Wolff. El narrador es un adolescente que cursa estudios en una escuela privada estadounidense de esas que parecen calcadas de los ingleses, con un intento de imitación elitista que impregna desde lo físico (la propia arquitectura de la escuela) hasta el plan de estudios. Un «Club de los poetas muertos» sin drama ni profesor Keating. En esta escuela la escritura da el mismo caché o más que el equipo de fútbol… (Nota mental: pero cómo no me iba a enganchar esto). Los alumnos publican una revista literaria, hay concursos de relatos y poemas y se invitan a estrellas de las letras. El sonido de las Underwood inunda los pasillos, vamos. La competitividad es uno de los temas secundarios del libro (junto con la diferencia de clases) pero el principal es la literatura y la creación literaria. Wolff toquitea el concepto mismo de la función de la literatura y juguetea con la eterna (y falsa) dicotomía forma vs contenido, poniendo la máxima defensa de la primera en boca de Robert Frost (nada menos). Porque sí, en esta vieja escuela invitan a Robert Frost, a Ayn Rand y a Hemingway. Me ha gustado por un buen puñado de motivos pero os voy a decir con qué he disfrutado más: con la construcción del joven escritor y su pelea -brutal, hasta el desmayo- entre trabajar la ficción o la realidad. La forma en la que la literatura no permea la vida, sino que se vive.
Recomendación: a gustosos de novela -muy entretenida- sobre adolescentes escritores y reflexión sobre la literatura.
Foto cabecera: herederos del k(c)aos.