Lo he visto ya varias veces estos días, el clip de Casablanca con la Bergman diciendo «el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos». En caso de derrumbe, de bajón, o de tiroteo en Munich, a mí me da por leer. Agarrar a media tarde un librillo (esto que nos ocupa da para un suspiro) e ir notando que la luz del día desaparece conforme tienes más problemas para distinguir las líneas. He disfrutado de este Echenoz novelizando -otra vez- vidas ilustres, pero disfruté más de la vida de Zatopek: porque estaba más currada, era más larga y el atletismo -correr- me resulta tan exótico como una cerámica de la Isla de Pascua. Despierta mi curiosidad. El declive de un compositor consagrado ya en vida ha tenido mucha excentricidad esperada, mucho esnobismo y, ahí sí me ha dado, una buena dosis de tristeza al asistir a la degeneración neuronal de un talento de primer orden. Imaginar a Ravel diciendo tras escuchar en concierto una de sus obras «ha estado muy bien, recuérdeme quién es el compositor», hace que se te arrugue un poco el alma, aunque la anécdota no sea fiable. Agradezco especialmente la historia del parto del Bolero, con el que mi padre nos despertaba los domingos después de farra. Echenoz sabe lo que hace cuando recrea esas vidas pasadas, lo ha convertido en un arte.
Recomendación: a gustosos de biografías noveladas, a interesados en música y en concreto en la figura de Maurice Ravel.
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