Me sucedió por primera vez el verano pasado: llevábamos dos meses sudando por los párpados, con los geranios como la mojama y soñando con tormentas de la juventud, cuando me metí a revisitar «Urgencias» y me sorprendí a mí misma deseando -fuertemente- estar en una serie de los ochenta o principios de los noventa. A poder ser en esa, viendo cómo caía el agua a pozales por los ventanales de Chicago. No terminé de ver las 500.000 temporadas pero me calcé unas cuantas. Pues resulta que hace una semana le di por segunda vez en mi vida al botón de «play» de «Doctor en Alaska» y ahora sólo quiero vivir ahí dentro. En sus cabañas de madera sin ordenadores. En ese tiempo en el que no había móviles y todavía nos poníamos calentadores. En el espacio en el que nevaba hasta las cejas, tenían a un filósofo en el estudio de radio, propiedad de un astronauta, y el bar de Holling siempre estaba abierto. Luego he pensado que quizás por eso pienso comprarme lo último de Gospodínov, esas «Tempestálidas» editadas por Fulgencio Pimentel en las que gracias a la cronoterapia, en una clínica puedes volver a diferentes décadas del siglo XX y la gente empieza a simular enfermedades mentales para poder visitar otra vez el pasado. Imagino que al final se lía parda, pero me ha pillado la premisa en el momento adecuado. Que ya sabéis que no soy del equipo «cualquier tiempo pasado fue mejor», pero, ahora mismo, sólo quiero vivir en ese Cicely, Alaska.
Foto cabecera: 1991 Press Photo Roslyn’s Cafe, Washington Oasis Mural; oregonlive.com