
No lo imaginaba, pero tiene su lógica. Que al dejar de comer, dejase de leer. Quien me conoce sabe que en circunstancias normales me como a mi madre por los pies y es ya de dominio público que me leo hasta las etiquetas de los champús. Pero a veces pasa que viene la vida y te da un viaje de cuidao y el cuerpo se queda como un gong que tarda un buen rato en callarse. Mi tortura ahora es que me he autoimpuesto destrozar a conciencia las Cincuenta putas sombras del imbécil de Grey para el 27 de febrero, y en la página 68 tengo ya serios problemas para seguir digiriendo tanto plástico. Quiero comer otras cosas y tampoco puedo. Pensé en pegarle al Ultrachef de Miren Lacalle por aquello de que parece una gamberrada que puede entrar fácilmente, querría poder leer los cuentos de Shirley Jackson, hace tiempo fichados; poder seguir con Ana Karenina, mordisqueado en el Kindle a principios de enero. Me gustaría poder leer a García Márquez y que me alimente y me calme, pero no hay forma siquiera de sentarse a la mesa.
En caso de emergencia quizás el suero sean los clásicos.
Esta noche lo intentaré con los sonetos de Quevedo.
No esperéis reseña, que para eso ya está Ignacio Arellano.
No me molestaria en leer a Shirley Jackson. Me ha parecido una narradora muy menor.
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Pues gracias, Julia, anotado.
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