Tengo alergia a la censura. Al polen de gramíneas también, pero más a la censura. Sigo desde hace años -con fascinación- el rastro de libros censurados, por ejemplo, en EEUU, donde la Asociación de Bibliotecas organiza desde hace mucho tiempo una semana al año de lucha contra la prohibición de libros. Este año los yanquis van a necesitar algo más de una semana, también os lo digo. La alergia no viene sólo del hambre de libros, sino como sistema de alerta de mi cuerpo ante el peligro que supone el acto de censurar. No hace falta ser muy leída para saber que cuando se censuran libros cosas malas pasan. Si se queman, haz las maletas. Es como un sistema de «Defcon» de libertades con dos niveles de emergencia. Pues bien, quien hable del libro de Luisgé como un ejemplo de censura o no tiene toda la información o quizás le falte echar otra mirada al asunto. Si a la alimaña esa le «entusiasmó el proyecto» (sic) desde el primer momento, Luisgé podría haberse olido algo, no sé, llamadme loca. Alguien capaz de matar a sus propios hijos pequeños de esa manera jamás aprovecharía una oportunidad así para torturar (más) a la madre, qué va. Ahora la fiscalía intenta evitar que ese ser infecto continúe haciendo el mal mientras la editorial empieza a envainársela. En algún sitio Luisgé acaba de hacer un máster en violencia vicaria. Intensivo.
Foto de Mick Haupt en Unsplash


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